Jakob Petersen consultó su reloj para
confirmar la hora en que estaba oscureciendo. Detallista como pocos escribió la
hora y minutos exactos en una pequeña y ajada libreta que llevaba a todos
lados.
–¿Y?
–preguntó interesado su inseparable compañero Per Presa, al que conocía desde los
tiempos en que ambos trabajaban en los astilleros de Odense.
–Diecisiete
y veintiocho –respondió Petersen y agregó–. Hoy ha oscurecido casi dos minutos
más tarde que ayer.
Presa
asintió mientras se acomodaba los pocos cabellos que le quedaban:
–Por
culpa del casco y el pasamontaña para antes de que finalice la guerra me habré
quedado calvo.
Petersen
pareció no escuchar las últimas palabras de su amigo, parecía perdido en sus
cálculos al igual que cuando desempeñaba su oficio de carpintero naval. Si nadie
lo interrumpía, podía permanecer en silencio durante varias horas cavilando el
mínimo detalle de aquello que le llamase la atención. Con su capacidad e
ingenio Petersen debiera haber sido reclutado al mismo momento de enlistarse
para un Batallón de zapadores; sin embargo, había mentido su oficio y había
declarado que se desempeñaba como peón en un buque dedicado a la pesca del
arenque.
–¿Escuchaste
lo que dije? –preguntó Presa en un intento de devolverlo a la realidad.
–No
–respondió Petersen e hizo una larga pausa antes de volver a hablar–. Ha este
ritmo no tardará en adelantarse la primavera.
–¿La
primavera? –exageró el tono Presa–. Pero si todavía no llevamos dos meses de
invierno. Me parece que tanto pensar te está haciendo perder el juicio, Jakob.
Petersen
salió del pozo que compartían como eyectado por una mano invisible a la
oscuridad de la noche, al oeste se veían brillar tenues las luces de la ciudad
de Narva. Hacia el sur creyó divisar un reflejo lumínico de la aldea de Dolgaja
Niva. Hacia el este, una profunda e inabarcable oscuridad se extendía como un
manto misterioso sobre los bosques y pantanos. Seguro de que aquella noche nada
malo podía suceder, comenzó a caminar en círculos cada vez más grandes
alrededor de la trinchera ante la atónita mirada de Presa.
–¿Y
ahora qué mierda estás tramando?
–Nada,
sólo quiero entrar en calor antes de intentar dormir una siesta.
Convencido
de que Petersen nunca dejaría de sorprenderlo con sus salidas, Presa encendió
un cigarrillo soviético hecho con el más rancio tabaco, y se puso a controlar
por enésima vez que la ametralladora MG
42 estuviese bien cubierta con los retazos de calcetines y otras prendas de
lana que habían ido recogiendo a lo largo de la campaña. Si se llegaba a
congelar alguna de sus piezas, Dios no quisiese, podían darse por muertos.
Antes
de que trascurriese una hora, en la que Petersen a pesar de sus esfuerzos no
había podido pegar los ojos por el frío, ambos soldados distinguieron la
desgarbada figura del cabo Dinter, al que apodaban Buenas Nuevas debido a que
siempre todo lo que salía de su boca eran malas noticias.
–¡Por
aquí! –llamó Presa moviendo los brazos para guiar al cabo que parecía
desorientado.
–¡Linda
caminata he dado para encontrarlos! –se quejó Dinter fiel a su estilo al
meterse en la trinchera–. Necesito un cigarrillo.
Petersen
se apuró a colocar un pitillo en la boca del cabo al tiempo que Presa se lo
encendía. En una noche que no podían hacer otra cosa que aguantar en la
posición e intentar olvidar el frío, cualquier charla les parecía atractiva,
incluso si el interlocutor era Buenas
Nuevas Dinter.
–¿Qué
hay de nuevo cabo? –preguntó Presa mientras encendía un cigarrillo para sí.
Antes de responder, Dinter miró a diestra y siniestra
como si fuese a revelar el secreto mejor guardado de todo el Reich:
–Los
ivanes han establecido una cabeza de puente al norte de aquí, y en el sur están
a punto de lograrlo…
–No
puede ser –lo interrumpió Presa súbitamente inquietado
–Sí
puede ser –aseveró serio Dinter sin dejar el mínimo margen para la duda–, lo he
escuchado de boca de un alto oficial del Regimiento.
Poco
interesado en lo que podía pasar en otras partes del frente, Petersen se
distrajo de la conversación al pensar cual dentadura era más fea: los dientes
marrones del cabo víctimas del tabaco o la dentadura de Presa en la que
abundaba el oro. Aunque lo analizó de todos los lados posibles, no logró
decidirse; ambas le parecían a su modo horrendas.
–Yo
creo que son ataques de distracción –hipotetizó el cabo–. Pronto van a mostrar
sus verdaderas intenciones y van a arrasar nuestras posiciones.
–¿Qué
te hace pensar eso, Dinter? –quiso saber Presa, que a pesar de que conocía el
fatalismo habitual del suboficial no pudo sustraerse del mismo.
–Algo
muy sencillo… –el cabo hizo una pausa para darse aires–. Los puentes.
Presa
se quedó pensativo. Quizás por primera vez las palabras de Dinter estuvieran en
lo cierto.
–¿Tú que crees Jak… –Presa
no terminó su pregunta, Petersen se había dormido.
–Siempre he dicho que
este chico está mal de la cabeza –aseguró Dinter antes de marcharse–. El mundo
se viene abajo y él se queda dormido.
En medio de una abrumadora soledad, Presa se colocó el
pasamontañas y encendió un nuevo cigarrillo. Sospechaba que algo realmente
tenía que estar mal, no podía ser que Dinter tuviese por primera vez la razón
dos veces en cuestión de minutos. Sin duda el mundo estaba jodido.